Un clásico: Toda la esperanza de los proletarios reside en la república, por Louis-Auguste Blanqui

Tomamos prestado de nuestra revista hermana Youkali. Revista crítica de las artes y el pensamiento (www.youkali.net) este clásico y su introducción. La traducción es de Juan Pedro García del Campo.

 Tras la revolución de 1830 -en la que, como en otras conspiraciones anteriores ha participado activamente- Louis Auguste Blanqui se unió a la Sociedad de los Amigos del Pueblo (organización que fue disuelta pero que siguió funcionando clandestinamente hasta que, tras un nuevo intento de insurrección en París en 1832, sus miembros fueron abandonándola poco a poco para agruparse en nuevos proyectos). En 1833 Blanqui aborda la preparación de una publicación quincenal, "Liberador", de apenas 4 páginas, que sería repartida entre los suscriptores que quisieran participar en el proyecto. El texto que presentamos corresponde a la primera de las entregas de ese nuevo proyecto.


Continuamente se nos pregunta qué entendemos por el término proletarios, esa palabra con la que designamos a la inmensa mayoría de los franceses. "Había proletarios en Roma -nos dicen-, pero en nuestros días ya no existen. Bajo el reinado de Louis-Phi­lippe los franceses son iguales ante la ley".

  Ese es el lenguaje de los periódicos comprados. Quizá es hasta inútil decirlo, porque cualquiera se daría cuenta de inmediato. Este tipo de cosas sólo pueden escribirlas plumas venales.

  ¿Los franceses son iguales ante la ley, decís? ¿Y, qué diferencia decís entonces que hay entre los obreros franceses y los proletarios romanos?

Los proletarios romanos regaban con su sangre los campos de batalla donde orgullosos patricios acababan de conquistar los honores del triunfo. En tiempos de paz, les eran impuestos los trabajos más duros: atravesaban o aplanaban montañas, cambiaban el curso de los ríos, excavaron puertos; y a cambio de tantos sudores y de tantas fatigas, recibieron los desprecios y los malos tratos de los aristócratas de Roma. Ningún derecho político para ellos en compensación de los servicios prestados a la patria; eran tachados de la lista de los hombres y reducidos al nivel de las bestias.

  Damos el nombre de proletarios a los obreros y a los campesinos franceses porque no vemos ninguna diferencia entre su condición y la condición de los proletarios romanos, porque soportan todas las cargas de la sociedad sin gozar de ninguna de sus ventajas.

  Os atrevéis a decir que los franceses son iguales ante la ley, pues ved entonces la insolente riqueza que hace recaer sobre el pobre un despotismo agobiante, ved ese puñado de ricos, cebados de privilegios y monopolios, que se han puesto en el lugar de los nobles y los curas para explotar al pueblo; ved a ese pueblo, lleno de virtudes y de generosidad, que arrastra su miserable vida cargada de sufrimientos y privaciones y que trabaja diez horas al día para comer un pedazo de pan.

  ¿Los franceses son iguales ante la ley? Pero la ley, tal como la han hecho los actuales dominadores, es exclusivamente para el beneficio del rico y para la desventaja del pobre; es hostil al pobre. ¿La ley? Es una espada que se levanta sin cesar para golpear sobre cualquiera que no aloje su mole fastuosa en un magnífico palacio, que no devore para cenar veinte platos suculentos.

  ¿Los franceses son iguales ante la ley? Pero ¿por qué entonces de un total de treinta y tres millones de individuos sólo cien mil están en posesión de sus derechos políticos y existen como hombres y como ciudadanos mientras que el resto de los franceses está encerrado como un vil rebaño? ¿Por qué entonces sólo los ricos ejercen las funciones de jurados, de electores, de diputados, mientras que los pobres (y están en una proporción de cien contra uno frente a los ricos) sólo son buenos para mantener a los poseedores y para hacerse matar en la frontera para defender propiedades que no son suyas y a hombres que les hacen llevar un yugo insoportable?

  En vano se querría negar un hecho cuya evidencia es tan palpable; en vano se nos querría persuadir de que la igualdad reina entre nosotros. Hay en Francia dos naciones: la de los privilegiados y la de los no-privilegiados; a estos últimos les llamamos proletarios. Son verdaderos proletarios, es decir, seres que sólo tienen de hombre el rostro y cuya condición es mil veces peor que la de los animales, porque el animal al menos no tiene nada de racional: el proletario, al contrario, está dotado de una razón que le da el sentimiento de su dignidad, que le hace comprender que es igual que el amo que le explota y que le humilla, y que la naturaleza le ha creado para ser igual que su semejante y no para rebajarse ante él.

  Además ¿no han reconocido nuestros adversarios que efectivamente hay dos naciones en Francia desde el momento en que han lanzado un largo grito de terror por el aspecto de las masas sublevadas para pedir el pan?

Hay que acordarse de ese famoso artículo del diario de Debates en el que los obreros franceses eran tratados como bárbaros; donde se decía que el enemigo que más debe temer hoy la civilización no saldrá de las estepas de Tartaria sino que será vomitado por los talleres y las fábricas. Pero nosotros sabemos que nuestros antagonistas, los ricos, identifican su causa con la causa de la civilización y que cuando ponen en juego la civilización están en juego, con ella, sus intereses y su individualidad. Para ellos, la civilización es el orden de cosas actual, el reino de la corrupción y del egoísmo, el régimen de la aristocracia financiera; por ellos, las masas son víctimas de la miseria y de la desesperación y un puñado de ricos se revuelca en un lujo totalmente superfluo.

  Vosotros mismos reconocéis que en Francia hay dos tipos distintos de intereses: los intereses de las masas, de los pretendidos bárbaros, de los proletarios, y los intereses de eso que llamáis la civilización, es decir, vuestros propios intereses, los intereses de la riqueza, de la ociosidad y del orgullo. Pues bien, con eso es precisamente con lo que queremos acabar predicando la república, porque la república será esencialmente el reino de la igualdad y del derecho común.

  Igualdad, derecho común, esas dos expresiones resumen todos nuestros proyectos de mejoras y de reforma social. Para nosotros, la república no es un fin sino solamente un medio. La igualdad es nuestro fin; si queremos destruir la monarquía es porque es incompatible con ella.

  Proletarios que sufrís y que hacéis oír inútiles quejas: sólo la república, la igualdad, puede poner fin a vuestros sufrimientos. La república os librará de los vampiros que se alimentan de vuestra substancia, de los opresores que usurpan vuestros derechos y que os dictan sus soberbias voluntades. La república abolirá todas las leyes fiscales que pesan sobre el consumo y sobre los objetos de primera necesidad, y no sólo no se apoyará en la necesidad del pobre para mantener el lujo del rico, sino que proveerá a la subsistencia de todos los que no puedan ganarse la vida trabajando. La república será la providencia de los infortunados, sólo tendrá un peso y una medida, abatirá a los grandes, sacará a flote a los débiles.

  La república hará desaparecer la distinción entre privilegiados y proletarios. Ese es el mayor servicio que prestará a la humanidad.

Proletarios, toda vuestra esperanza está en la república. Si lo dudáis sólo tenéis que comparar los males con que os aplasta la monarquía con los bienes que os promete la república. Comparad vuestros dolores presentes, la sumisión en la que vivís, las innumerables privaciones a las que estáis abocados, y ese futuro de libertad y de bienestar del que la república será señal y aurora.



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