Las modificaciones más profundas de la relación social
basada en el dominio capitalista se produjeron después de la segunda gran
guerra. Vencido el fascismo y consolidado un ámbito geográfico (la llamada «Europa
del este») en el que la explotación no podía asentarse sobre la propiedad
privada, la irreductibilidad de las fuerzas organizadas del proletariado, la
potencia demostrada frente a la estrategia tendente a imponer el dominio de
manera agresiva, llevaron a las mentes del orden a planificar una nueva
estrategia: garantizar el poder y la apropiación mediante un cierto compromiso
que anulara la evidencia de la desigualdad y que generase un consentimiento
mayoritario (que anulase el conflicto abierto moderando sus causas): una
renuncia al beneficio ilimitado, una mayor participación obrera en la riqueza
obtenida, mediante políticas activas contra las bolsas de paro, políticas de
desarrollo intensivo y extensivo, aumento ocasional de los salarios ligando su
crecimiento al de la productividad o generación de un espacio de concordia
estructural en torno a los «gastos sociales». Superación de la crisis y
recomposición de la obediencia por la generación de un espacio social de
reconocimiento: independencia política y desarrollismo productivo en el tercer
mundo; «estado del bienestar» en el primero. Producción de masas y consumo
masivo. Políticas de gasto público de corte keynesiano para incentivar la
demanda, organización fordista de las relaciones salariares. Un «bienestar»
basado en el consumo, identificado con el consumo, autojustificado por el
consumo que, con la anuencia y la colaboración de las organizaciones clásicas
de la clase obrera (que quisieron ver en ello una vía desarrollista de reparto
de la riqueza, un camino al socialismo), redujo la conflictividad social y
permitió además la extensión de la salarización a buena parte de los sectores
sociales que hasta entonces quedaban al margen de la misma. La dinámica de la
apropiación y de la explotación del trabajo ajeno tuvo entonces un auge
insospechado; el sector de los servicios, el sector publico, el transporte, la
sanidad, la educación, tradicionalmente relegados a la esfera de la
reproducción social, se incorporaron masivamente a la dinámica productiva en lo
que supuso una extensión social de las relaciones de fabrica o, si se prefiere,
una refundación social de la explotación.
Sin embargo, con este proceso no terminó el ciclo de la
rebelión: se amplió, más bien, su base y su potencia. Si en las etapas anteriores
la obligación de trabajar para otro derivada de la apropiación, la explotación
y el dominio como normas de la relación social, se hacían evidentes en los
ámbitos fabriles, ahora, la salarización de la mayor parte de las relaciones
laborales y de sus correspondientes figuras sociales permitía que la percepción
de la estructura del dominio fuera generalizada y, por eso, que las revueltas
también lo fueran. Con la ampliación social de la zona de conflicto posible, la
esfera del enfrentamiento no se atenía ya exclusivamente a las reivindicaciones
sindicales clásicas y no consideraba tampoco que su exigencia de liberación
tuviera que jugarse entre éstas y la toma del poder, entre todo y nada. La
participación de una nueva clase obrera no-fabril, de un proletariado
identificado finalmente con el conjunto de los sometidos al mando, en las
revueltas de los años sesenta y setenta —en los alrededores del 68— (jóvenes,
mujeres, minorías étnicas, estudiantes, trabajadores de los servicios públicos
o de sectores tradicionalmente relacionados con las esferas de la circulación
de mercancías, saberes o prácticas, individuos claramente abocados a un
horizonte de explotación en proceso de ampliación, a un espacio de obediencia
que se extendía como estupidez y espectáculo), marca los nuevos límites del
conflicto en una realidad social que, aunque ha salido de los marcos de la
relación-fábrica, no ha escapado a su ley de funcionamiento, que aunque ha
ampliado los márgenes del enfrentamiento, no ha bajado en intensidad. Es esto
algo que no entendieron —o no quisieron entender— muchos de los viejos
militantes comunistas, pero que fue perfectamente comprendido por las nuevas
multitudes que llenaron calles y transformaron su uso, que ocuparon fábricas,
instituciones, hospitales, oficinas y centros de enseñanza, proyectando nuevas
formas de usarlos y de ponerlos al servicio de la liberación posible,
colapsando así el modelo social que el capital había intentado construir sobre
la integración y el compromiso.
No se trata de que los «movimientos sociales» hayan
sustituido al movimiento obrero, como suele decirse desde la ausencia de
pensamiento o desde la complicidad culpable. El proletariado, los explotados y
sometidos a dominio para la apropiación, cuyo foco más consciente fuera en un
tiempo el obrero fabril, como consecuencia de la reestructuración social
continuamente regenerada por la lucha de clases, se compone de una forma nueva
y estructura el enfrentamiento en una nueva escala: la de lo social en su
conjunto, la de la dominación, precisamente. No tiene sentido hablar de
«movimientos sociales» al margen del conflicto abierto entre la libertad y la
explotación, entre la liberación y el dominio, como si «lo social» no estuviese
atravesado y constituido por la fuerza del antagonismo. Están en esto afectadas
todas las relaciones interhumanas, en lo productivo y en lo simbólico, en lo
estructural y en lo microfísico. Lo social, en su conjunto, es el campo de
batalla. La apropiación, la explotación y el dominio, son las cuestiones en
juego. Y en esta partida, aunque a algunos les pueda parecer que desdibujados,
sigue habiendo dos bandos.
Con todo, la modificación producida en la superficie
conflictual de las sociedades capitalistas no es un simple cambio de forma: del
mismo modo que modifica las determinaciones del funcionamiento sistémico (que
ahora, a partir de la extensión desbocada del consumo de masas, hace entrar en
el mecanismo de la dominación el mito del acceso generalizado a la riqueza
socialmente producida, el mito de la compra-siempre-posible) arroja también
perspectivas de liberación totalmente nuevas y posibilidades de acción mucho
más potentes. Cuando lo social es reconocido como el ámbito de la apuesta,
cuando se abandonan las limitadas concepciones que entendían el enfrentamiento
de clase constreñido a los limites de lo salarial-sindical y centraban la tarea
revolucionaria en la estrategia y la actuación tendentes a una «toma del poder»
que coincidía con la toma de los aparatos del Estado, cuando la dominación —y no
ya sólo una cierta determinación de la relación «económica» o productiva— es
reconocida como la clave, de la que las articulaciones económico-productivas de
los distintos modos de producción son norma funcional pero no esencia, se ha
producido un salto sin precedentes en la comprensión cabal del ciclo del
enfrentamiento y se ha abierto un campo de una amplitud insospechada para la
experimentación revolucionaria.
Las visiones estrechas de la composición de la clase obrera,
de su unidad esencial y de su naturaleza antagonista, han saltado por los
aires; no más reducción a la consideración del puesto de trabajo, ni del tipo
de mercancía producida; ni siquiera tiene ya sentido por sí misma la mera
consideración de la cantidad del salario percibido ni la identificación del
proletariado con la condición formalmente asalariada. Las determinaciones de la
salarización son mucho más complejas de lo que la apariencia permite prejuzgar.
A partir de la complejidad social producida en la segunda mitad del siglo XX,
el proletariado está en cualquier puesto de trabajo y en cualquier sector del
entramado socio-productivo: sin salario, con niveles de salario que apenas
alcanzan a superar el nivel estándar de pobreza o con salarios comparativamente
medios o altos, incluso entre quienes se han visto forzados a constituirse
legalmente en trabajadores autónomos o auto-empresarios (la más novedosa
modalidad del trabajo por obra o a destajo, que disfraza el salario como si
fuera renta). Pero también en cada uno de esos lugares pueden encontrarse
guardianes del orden que trabajan para la explotación y el dominio. Aunque
pueda hacerse una aproximación sociológica a la descripción de la composición
de clase del nuevo proletariado, el proletariado no es —nunca, en realidad, lo
ha sido— una categoría sociológica. Si estadísticamente, y en un grado
abrumadoramente significativo, la clase obrera se mantiene en los «niveles de
vida» más bajos (algo que se sigue necesariamente de las condiciones de la
apropiación y del reparto social de la propiedad y la riqueza), esa categoría
descriptiva no tiene la determinación del concepto. El sometimiento a la
relación salarial que permite identificar a la clase obrera no se mide por la
efectiva retribución mediante el expediente formal del salario, sino por la
separación estructural de la propiedad de los medios de producción que,
precisamente, determina el salario como contra-valor del sometimiento. En una
aproximación que sigue, con todo, siendo excesivamente formal, podríamos decir
ahora:
Nosotros, los obligados al trabajo, los sometidos a una
relación de dependencia, a la generación de riqueza para otros, a la producción
de unas mercancías (materiales o simbólicas) que no servirán para la liberación
y la autonomía sino que reproducirán su bienestar y nuestra dependencia.
Ellos, los que se apropian del trabajo ajeno, los que
mantienen bajo dominio las potencias liberadoras de la actividad humana
reconduciéndolas para su beneficio, los que se han apropiado y cada día se
apropian de lo que sólo es suyo por la fuerza. Los que estructuran su poder
como sistema.
Una distancia que el capital, en su funcionamiento,
continuamente (re)produce.
Tal fue la fuerza disolvente del orden que desplegaron las
revueltas del nuevo proletariado, tal su capacidad de poner en cuestión los
fundamentos de toda forma de dominio, tal el grado de desarticulación del poder
que generaron sus apuestas por las relaciones cooperativas (sí, cooperativas,
pero en el enfrentamiento; una cooperación que se desligaba de las exigencias del
mando: eso fueron las cooperativas de producción y de vida, las «comunas» que
se gestionaron de manera autónoma; eso fueron los movimientos contra las
guerras imperialistas que en sus versiones más folclóricas clamaban por un
mundo regido por el amor; eso fueron los movimientos de género, por la igualdad
y contra la homofobia, que rompían la naturalización del dominio en las
relaciones interhumanas; eso fueron las experiencias de comunicación
horizontal; eso los movimientos contra la devastación del planeta por la
barbarie desarrollista. Experiencias de auto-valorización). Fue tal la potencia
constituyente de la clase obrera que emergía, que el restablecimiento de la
obediencia exigió el retorno a la agresividad del amo amenazado. Si el
compromiso fordista resultaba ahora peligroso, más valía olvidarlo: una ofensiva del capital sólo comparable a la que desembocó en
los años treinta en la barbarie fascista se desató contra las conquistas
obreras; pero ahora no se podía contemporizar ni errar el blanco. Se procedió a
la liquidación física o simbólica de los desobedientes (así con los movimientos
de revuelta en América Latina, con los elementos más activos de la minoría
negra en Estados Unidos o con buena parte de los militantes de la izquierda
radical europea) y al desarrollo de una estrategia de tierra quemada que
recibió el nombre de neo-liberalismo.
Con la ofensiva de las últimas décadas, el mito del rostro
humano del capitalismo ha mostrado finalmente su verdadera esencia: falacia que
la ideología del bien común alimentó para hacer tragar la bondad del compromiso
y del acuerdo, de la resignación y la obediencia. Si algunos pensaron
—supongamos que de buena fe— que era posible un bienestar de todos basado en la
productividad y el consumo, si algunos creyeron que la concordia social era
posible sin eliminar la propiedad privada de los medios de producción, sin
socializarlos y devolverlos al común, su único dueño, despertaron pronto de su
profundo sueño.
Para frenar la revuelta instauraron regímenes dictatoriales
y genocidas, organizaron guerras, promovieron por doquier legislaciones
especiales de «emergencia», criminalizaron y encarcelaron activistas,
procuraron maximizar el beneficio suprimiendo al mismo tiempo con el desempleo
masivo la «seguridad laboral», diversificando las «zonas de inversión» en busca
de «mano de obra» barata, desregulando o haciendo inefectivas las conquistas
laborales y sociales logradas por la clase obrera a lo largo de décadas,
forzaron flujos masivos de población, generaron bolsas de pobreza inauditas en
un «mundo rico», jugaron a la especulación, comercializaron la desesperanza,
desarticularon a toda una generación incentivando la dependencia a drogas
consumidas en condiciones asesinas, reinventaron el pan y circo, la procesión y
la pandereta, sazonaron el espectáculo ambiental con miseria y muerte. Y lo
hicieron sistemáticamente.
El Nuevo Orden Mundial exige la sumisión absoluta: en él
sólo se está entre los elegidos siendo dúctil y maleable, teniendo «buen
corazón» y bajando la cabeza.
¡Y todavía hay ingenuos que predican reivindicaciones
«éticas»! ¡Y todavía hay quien habla de los «valores» de la izquierda! Son
estúpidos o actúan de mala fe. No hay bien común posible cuando algunos son
dueños de la vida ajena y la modelan o eliminan para su beneficio. Lo que es
bueno para ellos, es para nosotros la muerte. Lo que para nosotros es bueno,
para ellos es la ruina. No es una cuestión de valores sino de supervivencia. No
cabe la igualdad sin arrebatarles lo que es nuestro.
El modo de producción capitalista es una forma histórica de
la organización del dominio. Lo es aunque cambie su rostro y sus adornos. Su
tiempo es el de la explotación y el dominio. Lo es aunque algunos puedan vivir
en él sin sentir el escalofrío de la muerte que provoca, aunque algunos puedan
esconderse tras un silencio cómplice.
Su espacio se ha modificado al ritmo de la resistencia, y
con él, ciertamente, han cambiado sus ocupantes. Frente a los que viven de la
explotación se configura ahora un proletariado que no tiene una identidad única
ni una única sede productiva, que es multiforme y multi-identitario. Pero
cambiar las fichas no elimina el tablero. La nueva clase obrera reúne a todas
las etnias, a todos los géneros, a todas las edades; habla todas las lenguas, tiene
todos los gustos, vive en todas partes, no tiene fronteras, ni banderas, ni
credos: es omnipresente y proyecta por doquier la intensidad de su odio, la
fuerza de su deseo. Es —y ahora más que nunca— la nueva multitud en marcha. Esa
es la clave de su fuerza y el nuevo motor del cambio.
El modo de producción capitalista, como todas las formas de
dominio, tiene por sustento la apropiación, separando a la mayoría del control
real de las condiciones que permitirían la actuación autónoma, impidiendo a la
mayoría decidir el futuro. La salarización es la norma de las relaciones que en
él se entablan, el trabajo obligado es su materialización productiva. El
sometimiento es su resultado. La mediación es su estructura. Su tiempo es el de
la muerte.
La historia no pasa en vano. La lucha de clases tiene esas
cosas, modifica la articulación social del poder al ritmo del enfrentamiento,
modificando al mismo tiempo las fuerzas y las posiciones de los contendientes.
El proletariado, ahora, está en todas partes. La subversión puede aparecer en
cualquier casilla del tablero porque la extensión de la salarización ha
evidenciado la cualidad inmediatamente social —no sólo laboral, no sólo
«económica»— del dominio.
La nueva clase obrera, la nueva multitud, no se encuentra ya
sólo en las fábricas sino que reaparece en todas las esferas de la
(re)producción de las relaciones interhumanas. Y precisamente porque se
extiende y se manifiesta en todos sus ámbitos, porque gestiona de hecho con su
trabajo sometido todos los resortes que hacen posible la articulación social,
podría, más fácilmente que nunca, organizar el mundo al margen del dominio,
coordinar la actividad para una cooperación liberadora que hiciera borrón y
cuenta nueva, que eliminase la posibilidad de la apropiación.
Desde el 15 de mayo de 2011, el nuevo proletariado ha
ocupado con sus luchas las calles de nuestro país. Lo que vaya a suceder de
ahora en adelante sólo en las calles ocupadas se podrá decidir.
Juan Pedro García del Campo
“El nuevo proletariado” es un fragmento ligeramente modificado
de Construir lo común, construir comunismo,
publicado por Tierradenadie Ediciones: